Iniciar un diario filosófico no es algo que requiera de mucha introducción. Lo único que se requiere, en el fondo, es la necesidad de hacerlo. La vida es muy corta como para tomar decisiones banales. No se trata de hacerme el interesante, aunque por la forma en que esto está dicho, pareciera que ese es mi propósito. Esta impresión es a veces producida por el efecto de lo que llamamos reduplicación en el ámbito de la adquisición. El tartamudeo o este tomarse mucho tiempo para llegar a decir lo que uno quiere decir, no deja de ser por otra parte sospechoso. Pero a veces ocurre así, que los recuerdos más significativos llegan solamente después de un laborioso trabajo de meditación y que la palabras envueltas por ellos son comunicadas como las primeras palabras de los bebés, solamente con muchas dificultades y después de mucho balbucear. Bueno, creo que he balbuceado suficiente ya. La inseguridad de lo que se quiere decir es superada por el placer de poder concretar una oración, aunque sea la oración más insignificante.
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Recientemente una colega del trabajo, tras enterarse de que estudiaba filosofía, me comentó que eso debía ser muy difícil. Le pregunté no sin cierta ingenuidad, aunque de antemano convencido de lo que afirmaba, porqué pensaba que la filosofía fuera una cosa difícil de estudiar, o más bien, de producir. «Pues», me dijo, «porque ya se debe haber hecho todo en lo que respecta a la filosofía». Me quedé mudo ante tal afirmación. Hasta la fecha no sé que podría responder a ello. Es cierto que en lo que se refiere a la filosofía concebir algo nuevo implica una enorme dificultad y que a los filósofos no se les conoce particularmente por su originalidad. Pero también es cierto que esto era verdad ya desde el momento en que Parmenides apareció con su poema. La cuestión de la originalidad en la filosofía no es igual a la cuestión de la originalidad en el mundo del arte o de la ciencia. Lo original en la filosofía depende solamente de manera circunstancial de la reproducción y la invención de un estilo, como en el arte. Pero tampoco podemos concebir enteramente la originalidad del concepto desde el punto de vista de su conexión con la realidad y los hechos, como en la ciencia. La originalidad de la filosofía está extrañamente cerrada hacia sí misma, y sólo puede concebirse a sí misma desde sí misma. Esto es lo que hace a la originalidad y también lo que la arruina, es decir, lo que impide que sea original en lo absoluto.
Pero, cuando llega la hora de esta fastidiosa autoreferencialidad a la última que hay que culpar es a la filosofía misma. No es ella, hasta cierto punto, la que exige su propia definición, sino la falta de significado en la vida real.
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¿Hay ideas que preocupan universalmente? ¿O es que todos nuestros problemas han quedado reducidos a casos? Estas preguntas están obviamente mal planteadas. Podríamos citar mal a Wittgenstein y comenzar este diario diciendo: lo universal es todo lo que es el caso. Pues todo lo que es el caso, es todo lo que es de hecho y de hecho se conecta con todo lo demás que también es, o que es el caso. Como todo está conectado entre sí, entonces lo que es el caso forma siempre parte de una inquietud universal. Incluso aunque no se tenga noticia de ello.
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